El vaticinio de Mario Vargas Llosa se cumplió y según su predicción los peruanos en la segunda vuelta tendrán que elegir entre el cáncer y el sida o el sida y el cáncer (que cada cual etiquete a los candidatos que pasaron a la segunda vuelta prefiera). La urgencia informativa, la volatilidad del electorado y las encuestas que iban cambiando según pasaban las semanas dieron plena validez al aserto. Sin embargo, cumplida ya la primera vuelta y a la espera de la segunda valdría la pena reflexionar ante la naturaleza de la situación en la que nos encontramos, intentando desdramatizarla en la medida de lo posible.
No me convertiré en defensor de los populismos, tanto da si son de izquierdas o de derechas, ya que en todos los casos son nocivos para la democracia. El cuento de Laclau sobre la movilización de las masas y las formas transgresoras de hacer política se lo dejo para narrar las experiencias kirchneristas o las bolivarianas que tanto le gustan. Sin embargo, enfrentados ante lo inevitable convendría hacerse unas cuantas preguntas, comenzando por la de intentar explicar por qué el pueblo peruano votó como votó y quiénes son los responsables de que lo haya hecho de una manera y no de otra y en las respuestas hay que incluir, sin duda, a las elites políticas, pero también a las económicas.
Es verdad que Perú ha crecido de una forma fantástica en los últimos años y que los sectores medios se nutrieron de numerosos grupos sociales otrora mucho más desfavorecidos. Basta dar un paseo por Lima o por las principales ciudades del país para darse cuenta de ello. Pese a todo, son muchos más los que no han salido de la postración y quienes, en épocas de vacas gordas, reclaman su parte del pastel. El sistema político peruano, y sus antiguos partidos, ha sido laminado y la imagen que la opinión pública tiene de sus políticos y de las principales instituciones republicanas (parlamento, justicia, partidos políticos) es cuanto menos lamentable. Sólo la presidencia se salva algo y eso, en buena cuenta, por el carácter mesiánico que se le suele atribuir a la primera magistratura, todavía vista como todopoderosa, y el sentir caudillista existente en ésta y otras tantas sociedades del vecindario.
Para colmo de males esta imagen negativa se vio reflejada en una campaña para olvidar y que no figurará en los casos de estudio de ningún gurú de la materia. La única y rescatable excepción, que explica en buena medida lo ocurrido, fue la campaña de Ollanta Humala, de lejos la mejor desde la perspectiva de la mercadotecnia electoral. Los asesores enviados por Lula le permitieron al dirigente “nacionalista de izquierdas” como lo llaman algunos, o populista a secas, como lo denominan otros, elaborar un discurso coherente y bien trabado, eso sí desde la perspectiva de sus propias reivindicaciones e intereses. Al mismo tiempo Humala fue el candidato que, al menos públicamente, más gastó en la campaña y eso también se reflejó en el apoyo popular conquistado.
Otro asunto muy distinto es el de Keiko Fujimori, la única exenta de las constantes subidas y bajadas de las encuestas. Ella se mantuvo siempre firme en torno al 20%, un piso demasiado sólido como para situarla en la segunda vuelta. Es evidente que todavía son muchos los peruanos que, por distintos motivos, viven con añoranza el gobierno de su padre. En ella también han funcionado los elementos mesiánicos y caudillistas presentes en el triunfador de la primera vuelta. Por el contrario, el resto de los contrincantes se subió desde el principio al tiovivo de la mediocridad y en toda la campaña no se apeó de allí. Quizá Pedro Pablo Kuczynski fue la principal excepción, pero su arranque fue demasiado tardío como para arañar esos poco más de 600.000 votos que hubiera necesitado para pasar a la segunda vuelta. Es obvio que la dispersión del voto de los sectores medios urbanos poco lo ayudó.
Si bien no es éste el momento para realizar un sesudo análisis acerca de las motivaciones del fracaso de los candidatos más “tradicionales”, sería oportuno que quienes se han beneficiado del crecimiento de los últimos años tomen buena nota de este resultado, ya que en función de lo que ocurra en la segunda vuelta la deriva puede seguir un camino o el contrario, aunque también podría suceder que no asistamos a cambios dramáticos, lo que sin duda sería la mejor noticia que uno podría recibir.
Según algunas encuestas la igualdad entre Humala y Fujimori frente a la segunda vuelta es, de momento, muy estrecha. La pregunta del millón es cómo votarán en ella los peruanos. Y aquí estamos lejos del típico interrogatorio formulado a los niños pequeños de si quieren más a papá o a mamá. En esta oportunidad habría que cambiar los términos de la cuestión por a quien rechazas menos o a quien temes menos. En este sentido, el voto del miedo y la desconfianza serán los elementos condicionantes del próximo resultado electoral.
Gane quien gane tendrá que hacer generosas promesas para atraer los numerosos electores que le faltan. Humala necesita un 20% más de votos, y Fujimori casi un 28%. Son cifras impresionantes. Si a esto le sumamos la velocidad de crucero alcanzado por la economía peruana, el margen para experimentos populistas es reducido, lo cual no significa que la irracionalidad termine imponiéndose una vez más en América Latina. Pero los esfuerzos de Humala por acercarse a Lula en vez de a Chávez, o los desvelos de Fujimori por recordar sus raíces democráticas están ahí. Cualquier cosa puede pasar en la segunda vuelta y, más importante, cualquier cosa puede pasar después. Lo deseable sería que el triunfador sea capaz de mantener la senda de crecimiento actual restableciendo la confianza popular en la democracia y sus instituciones. De momento eso sólo son buenas palabras y habrá que seguir con atención todo lo que ocurra en Perú.
Por Carlos Malamud – Análisis – Información y Análisis América Latina.
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