BIBLIA, libro mío, libro en cualquier tiempo y en cualquier hora, bueno y amigo para el corazón, fuerte, poderoso compañero. Tu desnudez asusta a los hipócritas y tu pureza es odiosa a los libertinos.

Gabriela Mistral


lunes, 24 de marzo de 2008

Imagen paterna - Mi padre observa la escena de lejos, como siempre lo hará conmigo, como creyendo que la distancia te hace más hombre, más fuerte.


La fotografía en color es clara: suéter y jardinera azul marino, un penacho de jefe indio americano en la cabeza, y varios niños de mi edad -unos tres años- rodeándome. Entre ellos, el hijo de mi padrino, quien supongo que acompaña a su padre en una foto anterior, pero en blanco y negro, en donde aparece dentro de una parroquia, sosteniéndome en sus brazos, a segundos de mi bautizo. A su lado, con sendos lentes ahumados ópticos, mi padre, y al otro, mi madre. Esos lentes ahumados constituyen la primera imagen que tengo de él.

Pero volvamos a la foto en colores. Por esos años, plena Upé, las fotos estaban fechadas. Alguien me dijo que esto era porque había una conciencia o intuición de que ese mundo se acabaría, "tal como lo conocíamos", en palabras de REM. Es agosto de 1971 y aparezco corriendo tras una pelota en una población de clase media, en Viña del Mar. A mi espalda hay un lienzo naranja, en el que se lee Tomic. Sólo esto me hace dudar del año en que estamos. Corro tras una pelota que no alcanzo, porque el hijo de mi padrino me empuja.

Consideren que todo esto lo reconstruyo sacando foto tras foto de una caja de zapatillas que mi madre guarda con devoción en su departamento en unos edificios construidos como viviendas sociales. Para ella, con los años, todo ha sido para peor. Bueno, en otra imagen salgo devorando una torta. Creo que es mi cumpleaños. En el almuerzo, mi madre lo corroborará. Mi padre observa la escena de lejos, como siempre lo hará conmigo, como creyendo que la distancia te hace más hombre, más fuerte, y olvidando la asistencia y ayuda que su propio padre, don Javier, le prestó hasta que se casó con mi madre.

Dejo las fotos para mirar al cielo y escupir al suelo. Es 1974 y mi padre me acompaña, junto a mi hermano nacido hace dos años, frente a la tele. Vemos el partido entre Alemania Federal y Chile. Leopoldo Vallejos, nuestro arquero, y su volada para intentar tapar el tiro de Breitner y el rostro desencajado de mi padre por la inminente derrota son mis centros de atención. Aunque, luego, al desviar la mirada, observaré a mi hermano escondido detrás del sofá. Hasta hoy se esconde detrás del sofá cuando ve a mi padre.

Adelantándome un poco en el tiempo, contemplo una fotografía en blanco y negro, en donde poso con uniforme escolar y una especie de rosa blanca en un brazo. Es el día de mi primera comunión y mi padre llegará atrasado a la ceremonia. La foto muestra cierta decepción en mi cara, porque yo no quería hacer esa primera comunión. Si lo hice fue por darle el gusto a él, un masón de tomo y lomo.

Tiempo después, la imagen es fresca. Estoy jugando, cuando de pronto diviso a mi padre abrazado a otra mujer al inicio de ese pasaje. Mi madre me había dicho que él trabajaría hasta tarde, pero lo veo ahí, a metros de la nueva casa a la que nos mudamos. Así es que grito, pero mi padre al parecer no me escucha o a lo mejor, como era su costumbre, no presta atención a los niños. Decido ingresar a la casa. Tomo la cámara fotográfica y llamo a mi madre. Ella, sin entenderme, sale y alcanza a ver cómo mi padre se besa con esa mujer. Intento sacar una foto, pero al escuchar a mi madre, desisto, y porque además ella me jala del brazo para que me entre a la casa. Protesto, grito, pataleo. La cámara cae al suelo. Algo se rompió y no fue la cámara.
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