Esto de la miel o las mieles del poder es una antigua metáfora, un clásico en la materia. Si uno se pusiera a estudiar la frase, probablemente encontraría orígenes latinos, griegos, quizás bíblicos. En el uso que le dio Fidel Castro hace pocos días, se sugiere que Carlos Lage y Felipe Pérez Roque pasaron algunos años en las alturas del poder y se aficionaron, conocieron sus mieles seductoras, engañosas, y se corrompieron, se volvieron indignos. En la época de Stalin, sobre todo en los años peores, los altos funcionarios solían pasar del Kremlin al gulag o a la cárcel. Vladimir Fédorovski, autor de un libro reciente sobre el estalinismo, ex diplomático ruso de los tiempos de la perestroika, sostiene que a Stalin, al Zar Rojo, como le gusta llamarlo, le gustaba jugar al gato y el ratón con sus víctimas. Los agentes de la KGB hacían, por ejemplo, un allanamiento de sus casas, colocaban todo patas para arriba en la búsqueda de documentos comprometedores, y en ese preciso instante sonaba el teléfono. Era José Stalin en persona. “No permitas que te examinen nada, decía. Echalos de tu casa”. Después colgaba y se reía, o se sobaba las manos. Fidel Castro no llega tan lejos, sin duda. Pero al escribir en sus Reflexiones que ex gente de gobierno que fue nombrada por él se ha vuelto indigna, los condena a la condición de fantasmas en el aparato del Estado. Salvo que después los perdone y hasta los rehabilite, cosa que también puede ocurrir. En una nota escrita después de los cambios de estos días, José Norberto Fuentes, desde su exilio en México, habla de la miel del poder y del “viejo y malhumorado oso que quiere el tarro completo para él”.
Conozco a José Norberto Fuentes desde hace la friolera de 41 años, desde el Congreso Cultural de La Habana de enero de 1968 y desde los premios literarios organizados en esa misma fecha por Casa de las Américas. Me acuerdo de haber estado en la Isla de Pinos, sentado en una silla de lona junto a un alto de manuscritos, decenas de colecciones de cuentos, dedicado a leer todo el día en mi calidad de miembro del jurado, a bucear en busca de cuentos que pudieran premiarse. Al lado mío, protegido por un gran sombrero de paja, José María Arguedas, el extraordinario autor de Los ríos profundos, cumplía una tarea equivalente en el género de novela. No eran premios como los de ahora, donde hay equipos de preselección y lecturas restringidas a unos cuantos finalistas. Los miembros del jurado teníamos que leer todo lo que se presentaba, en jornadas agotadoras, desde horas tempranas de la mañana hasta bien entrada la noche. El sistema, exhaustivo, riguroso, no dejaba de ofrecer sorpresas. Por ejemplo, encontré los relatos de un joven que había estado encerrado en las UMAP, las Unidades Militarizadas de Ayuda a la Producción, lugares donde se mandaba a trabajar a los homosexuales y a otras “lacras sociales”, de acuerdo con los términos que utilizaba el régimen en esos años. Sus historias no tenían calidad literaria como para obtener el premio, pero eran un testimonio impresionante, extraordinario.
El mejor manuscrito que encontré en esas maratones de lectura se llamaba Condenados de Condado: era la obra de un escritor ágil, buen narrador y que seguía de cerca, con indudable conocimiento y entusiasmo, los cuentos reunidos por el ruso Isaac Babel en Caballería roja. Yo también me había aficionado desde hacía tiempo a los cuentos de Babel, un escritor que fue enviado por Stalin a los gulags de Siberia y que desapareció allá, y empecé a encontrar toda clase de coincidencias interesantes con el manuscrito cubano. Babel había sido corresponsal de guerra en las luchas civiles contra los rusos blancos, en los comienzos de la revolución de octubre, y de ahí sacaba la materia prima para sus historias. Pero había una nota fuerte, reiterada, y que en un contexto revolucionario adquiría caracteres subversivos. Por un lado, los personajes blancos de sus cuentos no eran malos por definición; en seguida, no todos los rojos eran héroes en estado puro. En cada página había matices, contradicciones, elementos de sorpresa. Pues bien, lo mismo sucedía en la colección de cuentos cubanos, cuyo tema central era la lucha contra la guerrilla anticastrista que se había infiltrado en esos primeros años en la Sierra del Escambray. Por ejemplo, un oficial del bando revolucionario era obviamente afeminado, en tanto que uno de los “bandidos” llegados del exterior era capaz de simpatía y generosidad. Para más señas, en una de las estanterías de un cuartel de las fuerzas armadas había un detalle revelador: una traducción al castellano de Caballería roja de Isaac Babel. Discutí con los miembros cubanos del jurado para que le diéramos el premio a Condenados de Condado, de cuyo autor sólo teníamos un pseudónimo, y encontré una resistencia terca, cerrada, a primera vista inexplicable. Pero Claude Couffon, representante francés en el grupo, apoyó mi elección y terminamos por imponerla. Se abrieron los sobres y el premio recayó en un joven autor, corresponsal de guerra en el Escambray, que se llamaba José Norberto Fuentes.
Tres años más tarde, cuando finalizaba mi estada como Encargado de Negocios chileno en La Habana, recibí en un atardecer de un viernes, en vísperas de mi partida, la visita de tres personas: uno era el poeta Heberto Padilla, otro era un corresponsal de la prensa italiana de izquierda, el tercero, un joven a quien no reconocí al principio y que resultó ser José Norberto Fuentes, el autor de Condenados de Condado, libro que se había editado, pero que había tenido una distribución estrictamente confidencial. Hablamos mucho, quizá más de la cuenta, y bebimos algunos whiskies más bien cargados. Mis amigos creían que mi intervención en el jurado de 1968 había sido una de las causas de mis problemas en la isla. Yo pensaba que exageraban un poco, pero uno, en circunstancias como aquéllas, nunca termina de aprender. Esa noche, Heberto Padilla fue detenido y encarcelado apenas llegó a su casa. En el acto público de su autocrítica, ocurrido alrededor de un mes más tarde, Fuentes fue el único de los escritores llamados al estrado que se negó a reconocer sus culpas. En ese ambiente, me parece que se necesitaba una personalidad fuerte para no entonar la palinodia general.
Pasó el tiempo y me contaron que José Norberto Fuentes había sido rehabilitado y frecuentaba las más altas esferas. Tuvo la desgracia, eso sí, de hacerse demasiado amigo del general Arnaldo Ochoa, héroe de la guerra de Angola acusado después de narcotráfico y fusilado. Fuentes, que había estado muy cerca de Ochoa, de Toni La Guardia, de todo ese grupo, salió de la isla apenas pudo, despavorido, y se radicó en México. Ha publicado tres o cuatro libros interesantes inspirados en su experiencia y en su reflexión sobre estos temas. Cuando leí su nota sobre el “viejo y malhumorado oso”, me acordé de su larga historia personal. Es, quizá, un episodio menor, un incidente secundario, y, sin embargo, ¡qué historia!
Por Jorge Edwards
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lunes, 9 de marzo de 2009
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