El problema de Piñera no es que haya estado preso (de hecho, no lo estuvo). Tampoco que haya estado prófugo (para ello hubiera sido necesario escapar de una condena). Menos que hubiera sido culpable de un delito (fue absuelto por los jueces).
Ni preso ni prófugo ni culpable.
¿Cuál es, entonces, el problema?
El problema de Piñera es que mantuvo una conducta frente a la ley que, a primera vista, no es del todo compatible con la que era de esperar de quien aspira a conducir el Estado.
Según el expediente (los hechos ocurrieron cuando los juicios se llevaban por actuarios, con máquina de escribir, papel foliado, lápiz, hilo y aguja), Piñera fue sometido a proceso. Él lo supo. Y para eludir que se le detuviera, se habría ausentado unos días.
Esos son los hechos. Constan del expediente. El mismo que lo absuelve. Y es difícil negarlos.
Es verdad que la conducta que Piñera tuvo entonces (él era más joven, menos adinerado y, a juzgar por la ausencia de canas, también más feliz) es la misma que, puesto en esas circunstancias, habría tenido cualquiera de nosotros. Cualquier hijo de vecino -¿quién no?-, puesto ante la posibilidad de vivir dos o tres días a la sombra, preferiría ausentarse.
Todo eso es cierto.
El detalle es que la mayoría de las personas que se habrían comportado de la misma manera que Piñera no aspiran a la Presidencia de la República y casi ninguna anhela jurar "cumplir y hacer cumplir la Constitución y la ley".
Ese es el punto: la medida del buen comportamiento que hemos de aplicar a quienes aspiran a administrar el Estado. Esa regla ¿debe ser igual o en cambio más exigente que la que aplicaríamos a quien simplemente aspira a gestionar su propia vida?
Son varias las razones que pueden esgrimirse para que ese estándar de conducta sea más alto que el que tenemos para escoger a nuestros amigos o juzgar la conducta de nuestros vecinos.
La más obvia es que quien acceda a la Presidencia adquirirá un poder gigantesco sobre el entorno de nuestras vidas. Si eso es así, parece razonable que sea mejor y no igual a nosotros. Si fuera estrictamente igual, ¿qué razón tendríamos para preferirlo? Si con razón pensamos que un diputado que se saca un parte no está a la altura, ¿por qué no sería razonable reprochar ese comportamiento a un candidato presidencial?
La otra razón sobra decirla.
En un momento en el que las ideologías están a la baja, la personalidad de los candidatos es cada vez más relevante. Allí, donde las ideas importan menos, la personalidad es la que importa más. Los candidatos lo saben y por eso cuentan anécdotas familiares, se fotografían con su pareja, se hacen operar los ojos, sonríen, bailan con ancianos, se despeinan, presentan a sus nietos, dan declaraciones rodeados de sus hijos, hacen saber las pequeñas circunstancias de la vida doméstica y deslizan dos o tres detalles de su vida íntima.
Si, como se ve, la personalidad es tan importante y los propios candidatos se esmeran en mostrarla, ¿por qué los ciudadanos, o los competidores o la prensa, no podrían investigarla para ver si tanta virtud se condice con la conducta sostenida en el tiempo? Si se descubriera que Frei, que se jacta de haber vendido sus negocios, mantiene sin embargo dos o tres, ¿no podríamos reprochárselo? Y si descubriéramos que Enríquez-Ominami, que defiende la igualdad de géneros, maltrata a su mujer, ¿tampoco podríamos decir nada? Podríamos, sin duda. Y si eso es así, ¿por qué, entonces, no podríamos reprochar a Piñera su comportamiento frente a la ley?
Por eso el problema de Piñera (hoy de Piñera, mañana de cualquier otro de los candidatos) no es que haya estado preso, prófugo o hubiera sido condenado.
Su problema es que ayer tuvo una conducta por debajo de la que es razonable esperar de quien aspira a la Presidencia. Su conducta no estuvo a la altura. No es correcto -dijo Sócrates a su amigo Critón- aprovecharse de las ventajas de la ley, pero eludir sus desventajas (Critón, 52 b).
Por Carlos Peña
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martes, 3 de noviembre de 2009
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