BIBLIA, libro mío, libro en cualquier tiempo y en cualquier hora, bueno y amigo para el corazón, fuerte, poderoso compañero. Tu desnudez asusta a los hipócritas y tu pureza es odiosa a los libertinos.

Gabriela Mistral


lunes, 25 de febrero de 2008

El Festival de Viña o la hoguera de los intereses.


En la televisión chilena existen dos períodos de catarsis colectiva contradictorios, pero complementarios.

Uno es la Teletón, donde al ritmo de las lágrimas de Don Francisco, los "rostros", los "artistas" y lo que es más importante, los canales, se autodefinen -no sin su correspondiente cuota de cinismo-, como el paradigma de lo bueno y lo solidario. El segundo es el Festival de Viña, momento sublime del chaqueteo, de la puñalada por la espalda, de la mala leche y la poca vergüenza.

Resulta paradójico que para encontrar una crítica medianamente objetiva y decente del Festival, un programa de televisión por excelencia, haya que escarbar en la radio o en las páginas de los diarios.

Convertido en un producto de costos millonarios y oscuros beneficios, los intereses empresariales desnudan con precisión quirúrgica la calidad moral de nuestros líderes de opinión en pantalla. Y así como el Festival es el evento que más horas de programación rellena en el año, es también el que más barbaridades inspira.

Es cierto. Hemos conocido tiempos peores. Años de Festival en dictadura lo impregnaron de un aire de circo romano del que ha sido imposible escapar. También lo vimos decaer bajo los intereses de las transnacionales discográficas, que nos ensartaron números tan incomprensibles como las chanta-violinistas de Bond, o de tan mala calidad como los ladridos de la Paulina Rubio.

Y aunque el show ha levantado el nivel gracias a la colaboración de TVN y Canal 13, todavía queda mucho por hacer en un espectáculo que poco ha cambiado en los últimos 20 años.

La lista de tareas pendientes van desde la poco digna ceremonia de la entrega de teas y pajarracos -que en ocasiones deja a los artistas como divertidos equecos- hasta la competencia, que se ha convertido en una especie de intermedio que impide que el ahora pusilánime "monstruo" devore al artista promocional de turno, ese que viene con el alto auspicio de algún interés empresarial, esperando con ingenuidad vender discos en un país donde nadie los compra.

Y así, mientras nuestros consabidos comentaristas televisivos ponen la voz en cuello porque el vestido de la animadora es feo o porque al conductor se le "legua la traba", las cosas que realmente importan, la estructura de un show antediluviano y poco atractivo para la pantalla, la falta de consistencia en la parrilla, que va de lo sublime al mal gusto con facilidad pasmosa, y la excesiva importancia de intereses ajenos al espectáculo mismo, hacen que el espectáculo de Viña del Mar se balancee como un barco mal estibado y que navegue por el siglo XXI más por la fuerza de la costumbre, que por la certera conducción de un capitán experimentado.

Por Sebastián Montecino.
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