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El artículo 5º de la Constitución de 1980, en su inciso primero, consagra -como lo hacen virtualmente todas las constituciones del presente siglo- el principio de la soberanía popular; y lo hace en los siguientes términos: "La soberanía reside esencialmente en la Nación. Su ejercicio se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta Constitución establece. Ningún sector del pueblo ni individuo alguno, puede atribuirse su ejercicio".
De manera que para la Constitución que nos rige, el plebiscito es el primer instrumento de que dispone el pueblo de Chile para ejercer, efectivamente, su soberanía; es decir, su derecho a autogobernarse. Las "elecciones periódicas" y las "autoridades que la Constitución establece" son instrumentos que están mencionados en segundo o tercer orden, respectivamente; y no tienen esa ubicación por casualidad, sino porque se trata de herramientas que sólo permiten el ejercicio indirecto de la soberanía; a diferencia del plebiscito, que constituye el único medio directo de que dispone el pueblo para autogobernarse. Por lo mismo, la más elemental lógica jurídica conduce a la utilización del plebiscito sólo respecto de las decisiones trascendentales del autogobierno, tales como el tipo de sociedad que se aspira a construir, la estructura del poder del Estado, el adecuado reparto de las atribuciones de cada poder y la forma de las elecciones periódicas, para que reflejen realmente la voluntad del pueblo.
En estricta ciencia jurídica, la utilización del plebiscito para decidir dónde se construye un puente o cuál debe ser el recorrido de los buses es una aplicación deformada de la institución. Etimológicamente, plebiscito era la ley establecida directamente por la plebe de Roma; y la ley no es mero acto de voluntad, sino una regla estable de soberanía. Para comprender de la manera más transparente posible por qué el plebiscito es el instrumento idóneo para adoptar las grandes decisiones de la Nación y es impropio y carente de idoneidad para asumir las resoluciones de carácter local o doméstico de las sociedades humanas, basta reflexionar respecto del contenido de unas y otras.
Las decisiones que recaen sobre materias trascendentales, cuyas consecuencias -aunque distantes de lo cotidiano, frecuente y material de la existencia de cada persona- tendrán efectos en el largo plazo sobre toda la Nación; es decir, sobre millones de personas. Aunque parezca extraño, este tipo de cuestiones no requieren de conocimientos específicos ni de antecedentes técnicos para abordarlas; su opción corresponde básicamente a actos volitivos y sólo por excepción a conclusiones cognoscitivas. Es la posición de cada individuo frente a la vida, a la naturaleza de las relaciones humanas, a la visión del mundo, lo que determina la decisión; y esta posición la tienen todas las personas adultas y síquicamente sanas, aunque sean jóvenes, ancianos, fanáticos, reflexivos, viciosos, austeros, sabios o analfabetos.
Las decisiones de orden local, práctico o doméstico -como las que conciernen a una municipalidad, a un barrio o a un gremio- no muestran ninguna de esas características; no tienen que ver con la inserción de la persona en el ámbito colectivo, no generan uniformidad ni coherencia intelectual ni volitiva; en fin, no representan ideas ni sentimientos de estabilidad emocional, de consecuencia conductual de personalidad, ni de autoestima. Se trata sólo de opciones ocasionales -como comprar una camisa o elegir el lugar de las vacaciones- y para decidirse por ellas no se necesita tener una actitud frente a la vida, ni asumir una ideología, ni estar definido por sus ancestros, su temperamento o su emotividad.
Despreciar el plebiscito como instrumento de decisión de los problemas más trascendentales de las naciones, es despreciar la democracia como único sistema donde los derechos humanos sean posibles y donde existan, al menos, bases estructurales que permitan aproximarnos a mayores rangos de igualdad. El plebiscito es el instrumento más eficiente y adecuado para compartir, bajo opciones equivalentes, relaciones más justas de convivencia. Por eso no les gusta a quienes defienden privilegios, situaciones ventajosas pre adquiridas, o estructuras sociales clasificadas por órdenes de propiedad, riqueza, ancestro, vinculaciones o educación. Llamando al pueblo a plebiscito para decisiones sobre cosas fútiles, parece disimularse la marginación del pueblo respecto de las cosas transcendentes.
Pero en las últimas décadas, el plebiscito ha adquirido una relevancia jurídica extraordinaria, como consecuencia del reconocimiento universal del derecho de los pueblos a su autodeterminación. Con fecha 16 de diciembre de 1966 se aprueban, por la unanimidad de los estados miembros de Naciones Unidas, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto de Derechos Económicos Sociales y Culturales. En ambos tratados se consigna, como artículo primero de sus respectivos textos, el derecho a la autodeterminación de los pueblos en los siguientes términos: "Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen, asimismo, a su desarrollo económico, social y cultural".
El contenido de esta norma de derecho internacional no puede ser más claro. No se trata -como algunos han pretendido entender- de una garantía jurídica concedida a los estados, para que ninguna potencia extranjera pueda interferir en la conducción o en el gobierno de otro Estado. No, es un derecho inalienable de los pueblos, es decir de todas las personas que comparten su vida de manera estable, en un territorio común; y la finalidad de este derecho es darse la organización política, social y económica que el mismo pueblo determine. En una palabra, es la facultad del pueblo a constitucionalizarse según sus propias convicciones éticas, jurídicas y prácticas; según sus propios fines, aspiraciones, estilos y costumbres; obviamente, entonces, están obligados a respetar este derecho no sólo los estados y los gobiernos extranjeros, sino las autoridades del propio país, las cuales, directa o indirectamente, reciben -o debieran recibir- su poder del mismo pueblo; y en general deben respetarlo todas las personas, sin excepción, tanto al interior como desde el exterior del territorio nacional.
Por cierto que el pueblo para autodeterminarse o, en otras palabras, para constitucionalizarse y generar sus propias leyes, debe hacerlo electoralmente, es decir, determinando la auténtica voluntad de la mayoría, sin más limitación que la de garantizar el respecto irrestricto a los derechos humanos de las minorías. De modo que los actos electorales no tienen otra finalidad que establecer de manera cierta, pública y formal, "qué es lo que el pueblo quiere"; y esta consulta pueda referirse tanto a las personas que el pueblo quiere que lo representen, como a normas constitucionales o legales que el pueblo quiere que se promulguen, o a decisiones que el pueblo quiere que se tomen. En el primer caso, el pueblo está delegando su facultad de autodeterminarse; en los dos siguientes, la está ejerciendo directamente, es decir está adoptando decisiones de autogobierno.
Reiteradamente, Naciones Unidas ha señalado cuál debiera ser la correcta interpretación del principio de autodeterminación de los pueblos. Por vía de ejemplo, en la publicación de la Secretaria General titulada Los derechos humanos y las elecciones, correspondiente a enero de 1995 se dice textualmente: "La noción de las elecciones democráticas hunde sus raíces en el concepto fundamental de la libre determinación. Este derecho básico está reconocido en la Carta de las Naciones Unidas y en el artículo 1º común al Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos y al Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales".
De manera que según la organización, nadie puede invocar el principio de autodeterminación de los pueblos para cancelar, precisamente, el derecho del pueblo a darse la estructura institucional que crea más conveniente; y es precisamente el plebiscito, el instrumento más idóneo para que exprese su opción soberana.
Todo cuanto se sostenga para negar la legitimidad jurídica del cambio total o parcial de una Constitución por vía plebiscitaria no son sino argumentos políticos y no jurídicos. Porque el derecho tiene una lógica elemental que no puede ser infringida o violentada por la edacción de una norma arbitraría -sea legal o constitucional- cuyo texto resulta incoherente con la institución básica que pretende desconocer, destruir o limitar. ¿Si la soberanía reside en el pueblo, cómo puede invocarse una norma que impida al pueblo ejercer su soberanía? Porque es eso lo que objetivamente hacen quienes invocan el artículo 15 de la Constitución de 1980 para impedir que opere el artículo 5º de la misma Constitución.
José M. Galiano H. Abogado
Arena Pública, Plataforma de Opinión de Universidad Arcis
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