Si hubiera que definir la próxima competencia presidencial, sería suficiente una frase: no hay mucho donde elegir.
Para advertirlo, basta un vistazo.
Marco Enríquez-Ominami -si creyéramos los análisis exagerados que se hacen de su figura, habría que reescribir la teoría del carisma- no tiene demasiado que ofrecer.
Falta en él algo que es clave para cualquier democracia moderna y madura: el apoyo de los partidos. Todos sabemos que sin partidos políticos (es decir, sin organizaciones que seleccionen los liderazgos, elaboren políticas y controlen la subjetividad de sus miembros) la democracia simplemente no funciona y arriesga el peligro de transformarse a breve plazo en un rito donde la ciudadanía, en vez de escoger ideas y programas, elige entre liderazgos más o menos imaginativos y más o menos audaces.
Y así, de la democracia -todos lo sabemos- no queda más que el nombre.
Pero no sólo le faltan partidos, la verdad sea dicha, tampoco tiene ideas.
Marco Enríquez-Ominami parece tener ocurrencias -el tren bala, la venta de parte de los activos de empresas estatales, una amplia discusión de ciertos derechos civiles-, pero no tiene ideas si por ideas se entiende un argumento más o menos coherente y global acerca de los problemas de nuestra comunidad política.
En eso -en la falta de ideas y el exceso de ocurrencias- hay en él algo del peor Lavín: demasiada complacencia con el público, una cierta imagen de que todo es fácil y que la vida es bella, una cierta compulsión por decir cosas que la gente de derecha y de izquierda, sin demasiada reflexión, quiere oír.
Por eso Marco Enríquez-Ominami no es propiamente un candidato. Es apenas un síntoma de malestar, un signo de vejez de los actuales dirigentes. Pero no un remedio.
El caso de Eduardo Frei es el extremo opuesto al de Marco Enríquez-Ominami
Si la ambición de Marco Enríquez-Ominami está plenamente justificada (no porque se la merezca, sino porque se trata de una persona que, por sus raíces familiares, tiene el hábitus de desear esas cosas), en el caso de Frei es más difícil. ¿Qué puede justificar que una persona que ya fue Presidente lo apetezca de nuevo? Si tras él hubiera un proyecto político inconcluso, una tarea pendiente y una agenda pública claramente diferenciada, la pregunta no se justificaría. Pero -no sacamos nada con echarnos tierra a los ojos- nada de eso aparece.
Hasta ahora Frei no tiene ni ideas, ni ocurrencias. Su ventaja es que posee tras suyo una coalición que modernizó al país y que, con problemas y todo, le asegura un piso de votación cercano al cuarenta por ciento.
No es un mal punto de partida; pero hay que agregarle ideas y discurso. No bastan la porfía, la mudez y los regaños.
Quedan los casos de Arrate, Navarro y Zaldívar.
Arrate (fue ministro, embajador y miembro de la socialité en los años felices del red set) debe explicar por qué en la hora undécima, y ya en la tercera edad, se dio cuenta de que la camisa arremangada, el puño en alto y la crítica al capitalismo era lo suyo. Zaldívar, por su parte, o aguza la imaginación y mejora sus frases o dejará un recuerdo cercano al de Arturo Frei Bolívar, el candidato más freak de la política chilena. Y es difícil que Navarro salga de esta elección como algo más que un caudillo de bajo desempeño.
En fin, se encuentra Piñera.
Tiene una imaginación efervescente, tics de boxeador retirado, dinero a manos llenas, una memoria de elefante y la vista fija en cualquier cosa, menos en su interlocutor. De todos los candidatos es el más brilloso (que no es lo mismo que brillante) y el más porfiado. Su carrera presidencial comenzó muy temprano, casi en 1989. Y ha estado llena de tropiezos y de humillaciones (las que padeció y las que infligió); pero quizá por eso ha ido adquiriendo un cierto tinte de humanidad y ha aprendido algo que no había leído en ninguna de las citas que salpican sus discursos: que el éxito y el reconocimiento no son lo mismo.
El éxito ya lo tiene. La carrera presidencial es para él una búsqueda de reconocimiento.
De todos los candidatos es el que posee mayores atributos. Y si esto fuera un concurso de talentos o de antecedentes, sin duda ganaría.
Pero se trata de política.
Y en política no sólo importa el candidato, sino sobre todo los que lo flanquean a la hora de las fotos. Y ahí está el problema de Piñera: al lado de los managers formados en Harvard, asoman ex funcionarios de la dictadura y gente que ya acumula demasiado capital económico y social y no siempre con muy buenos modales.
Así están las cosas.
No hay mucho donde elegir, pero hay que elegir: el mal menor es siempre una buena alternativa.
Por Carlos Peña –Blog El Mercurio.
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lunes, 25 de mayo de 2009
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