(Especial para Infolatam).- "... El indianismo de la Constitución tiene un carácter superestructural, político, burocrático, con lo que no digamos que resuelve (porque eso no puede hacerlo ninguna ley), sino que ni siquiera ataca a fondo el desafío que la exclusión étnica representa para el país".
Se dice que la Constitución que probablemente aprobará Bolivia este 25 de enero será la primera “indianista” del país y de la región. Pero, ¿es cierto? ¿Realmente creará esta Constitución un Estado a la medida de las mayorías bolivianas?
Tomemos en cuenta, en primer lugar, que 70 por ciento o más de la Constitución está basada en el republicanismo latino (soberanía popular, división de poderes), el liberalismo inglés (limitación del Estado por medio de la definición de los derechos civiles y personales) y el francés (derechos políticos, principio de no discriminación). La autodeterminación de los pueblos indígenas ha sido tomada del acervo de la izquierda europea. La descolonización es un concepto “postcolonial”, es decir, desarrollado en los centros educativos del primer mundo, etc, etc...
Se suponía que los antiguos (y “únicos en el mundo”) mecanismos políticos indígenas serían ampliados, e incluso que primarían en esta Constitución, pero no ha sido así. A la “asamblea comunal” y al “cabildo” sólo se les reconoce un carácter deliberativo, no ejecutivo. Los “usos y costumbres” únicamente se admiten en la elección de autoridades de las autonomías indígenas y, en el nivel municipal, si el municipio es indígena. Adicionalmente, estos procedimientos deben ser supervisados por el Órgano Electoral. El voto secreto, universal –y, por cierto, liberal– es consagrado como el principal medio de selección de gobernantes.
Tampoco se garantiza (suponiendo que esto pudiera hacerse por la vía legal) que el saber científico y religioso tradicional o que la historia indígena ocupen otro lugar que el que tienen hoy en el sistema educativo.
El eje de la Constitución es económico y social, y está vaciado en el molde del “capitalismo de Estado”, del “populismo” o lo que se quiera, pero no incorpora ninguna característica de una economía inédita como la que se supone deberían aportar las colectividades indígenas. Se afirma que la economía es “plural”, lo que puede decirse de todas las economías del mundo. Se respeta la propiedad comunitaria, pero esto se ha hecho desde la Colonia. Se promete apoyar a las micro y pequeña empresa, con lo que no se sale del contexto capitalista o, si se quiere, del Estado del bienestar. Nada hay en la Constitución que signifique una verdadera novedad respecto a la condición actual de la sociedad boliviana y su diversidad estructural.
La Constitución habla de “colonialismo interno” pero adopta pocas medidas contra la exclusión étnica, excepto en la esfera política. Es como si se supusiera que el único campo en el que el colonialismo actúa es el estatal (en cuyo caso no tendría que ser “colonialismo”, que quiere decir “opresión multiforme de un pueblo por otro”). La Constitución no diseña sanciones específicas contra el racismo. Reconoce maximalistamente todos los idiomas nativos, aunque algunos sean hablados por muy pocas personas, pero no garantiza que las leyes, los documentos oficiales, la moneda, las señales urbanas, etc. se encuentren en esos idiomas.
No prevé un departamento de traducción del Estado. Su única prescripción concreta es el mandato a los funcionarios para aprender un idioma nativo además del español. Este mandato, sin embargo, no se cumplirá: hasta ahora ni siquiera los altos cargos del régimen han estudiado o se expiden en lenguas prehispánicas. Tampoco existen disposiciones especiales de prohibición de la discriminación laboral, de protección del servicio doméstico, el proletariado de origen rural o el campesinado en el mundo laboral y en las dependencias estatales, especialmente la Policía.
La Constitución sigue discriminando a los indígenas en cuanto a las formas de propiedad de la tierra: los condena a tener parcelas inembargables (es decir, imposibles de usar en el sistema financiero) y “propiedad colectiva”.
Un gran avance (liberal) de esta Constitución es la separación del Estado y la Iglesia Católica. Sin embargo, no por eso se crea un Estado verdaderamente laico, sino que a último momento se ha admitido, por presión clerical, que los colegios públicos enseñen religión; es obvio que en la práctica esta enseñanza –que concede a la Iglesia muchos puestos de trabajo– será católica (sincretizada con los cultos animistas antiguos), es decir, se derivará de la religión mayoritaria. Los cultos puramente indígenas que algunos antropólogos y profetas pretenden recrear en laboratorio quedarán relegados, en los hechos, a las celebraciones folclóricas.
La Constitución no dice nada respecto los elementos más mortíferos de la opresión indígena, esto es, la explosión demográfica, que encadena a las comunidades a la pobreza, y el abuso masivo y crónico del alcohol.
Se respeta las formas originarias de resolución de conflictos o “justicia comunitaria”, pero se las limita exclusivamente a los propios indígenas. Algo que, por otra parte, el ordenamiento jurídico ya reconocía. La diferencia con el pasado está en que ahora se pretende construir un aparato para institucionalizar y formalizar un fenómeno que en esencia es espontáneo, oral, tradicional y está basado en la generación de consensos colectivos inmediatos.
Esta burocratización de la justicia indígena promete emplear muchos recursos estatales (o, visto desde el ángulo de quienes están interesados en ella, ofrece una buena cantidad de nuevas oportunidades de trabajo), sin que ello necesariamente evite su confusión con formas aberrantes de revancha social como los linchamientos (pese a que la Constitución demanda que la justicia comunitaria se adecue a los derechos que ella otorga, entre ellos la prohibición de las penas corporales y capital).
La Constitución reconoce como “naciones” a los más de 30 grupos étnicos del país y les ofrece la posibilidad de ser autónomos. Tal disposición tiene más efectos simbólicos que prácticos. En los hechos, estas “naciones” carecerán de la prerrogativa de crear sus propios Estados y las autonomías indígenas sólo poseerán competencias limitadas, más inclinadas a lo político y cultural que a lo productivo y social. (También se convertirán en fuentes de empleo para los dirigentes).
La debilidad estructural de las “naciones” indígenas y de las autonomías indígenas, que casi puede “verse” desde ahora mismo, será el obvio resultado de la pobreza rural generalizada. Se demostrará así que la emancipación étnica no es una lucha que pueda librarse exclusivamente en el plano identitario y cultural; que resulta imposible sin trabajo y crecimiento, sin más prosperidad para las regiones y ciudades en las que se concentra la población indígena.
Desgraciadamente, la Constitución se agota en aumentar el reconocimiento político de los indígenas (lo simbólico) y plantea muy poco sobre la necesidad de revolucionar las bases económicas de la sociedad rural. Únicamente aborda este problema desde el punto de vista de la explotación de los recursos naturales y la transferencia del excedente a los más pobres, a través del Estado.
En suma, el indianismo de la Constitución tiene un carácter superestructural, político, burocrático, con lo que no digamos que resuelve (porque eso no puede hacerlo ninguna ley), sino que ni siquiera ataca a fondo el desafío que la exclusión étnica representa para el país.
Por Fernando Molina
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