Lo que en verdad es nuevo es que por primera vez en su historia Chile está cerca de contar con una ley que expresamente se plantea abordar la discriminación como un problema de Estado.
Afirmar que nuestra sociedad es discriminadora no es una novedad. La literatura ha documentado evidencias que nos acusan de actuar como clasistas, racistas, xenófobos, machistas, antisemitas, prejuiciosos y autoritarios.
Ya la novela del siglo XIX mostró una aristocracia conservadora que busca mantener su poder hereditario sobre el "roterío", mientras la composición de la sociedad colonial se empezaba a desgarrar.
Recordemos a Blest Gana, que en "Martín Rivas" testimonió un país rígidamente estamental desafiado por una generación que no soporta la eternización de un orden absurdo.
Más tarde, en el 1900, la novela social de Rojas, Sabella, Lillo, González Vera, Durand o Brunet nos conmoverá con las penas y pesares de "los nadie" que abarrotan los conventillos santiaguinos, las minas del carbón, los fundos del valle central o los poblados de las salitreras.
Hoy, el arte y la cultura continúan abordando este mismo tópico. La polémica que desató "El Señor de la Querencia" ha recordado nuestro origen, que debe buscarse en un largo mestizaje forzado, en una hacienda que por siglos incubó una sociedad de castas, legitimada como un orden perfecto y en apariencia querido por Dios.
Tampoco resulta novedoso decir que este modelo aparentemente inmodificable ha debido enfrentar resistencias constantes. Lo que en verdad es nuevo es que por primera vez en su historia Chile está cerca de contar con una ley que expresamente se plantea abordar la discriminación como un problema de Estado, y que busca el resguardo y la exigibilidad de derechos que aunque declarados en la Constitución y en tratados internacionales no cuentan con herramientas jurídicas específicas para su cumplimiento.
Por este motivo, la aprobación de la ley contra la discriminación, que se tramita en el Congreso, debería ser un motivo de orgullo y alegría compartidos.
Sin embargo, es triste constatar que no es así. Y más lamentable es que los mayores obstáculos y reservas provengan de las instituciones menos esperadas: una parte de las Iglesias Evangélicas.
Esta situación paradójica e incomprensible sólo se puede explicar por el injustificable interés de quienes se sienten amenazados por la nueva legislación.
El pueblo evangélico ha sido largamente discriminado en el país. Baste recordar su exclusión institucional hasta bien entrado el siglo XIX. Exclusión que llegaba a niveles aberrantes, como la imposibilidad de sepultar a sus deudos en cementerios administrados por la Iglesia Católica.
Cuando Benjamín Vicuña Mackenna inauguró las obras del cerro Santa Lucía trató de reparar esta afrenta señalando en una placa su homenaje a los "expatriados del cielo y la tierra", sepultados indignamente en la ladera oriente de ese cerro.
La ley de culto, de 1999, o la instauración del Día Nacional de las Iglesias Evangélicas, en octubre de 2005, han sido pasos importantes pero aún insuficientes para garantizar la plena libertad religiosa en nuestro país.
¿Cuáles son los temores de una parte de las Iglesias Evangélicas ante la ley? Algunos pastores se han sentido amenazados, porque eventualmente podrían ser penalizados si su predicación pública fomenta el odio y la violencia, en especial contra personas de otras religiones o contra quienes crean pecadores, como homosexuales, prostitutas u otros grupos sociales.
Si este tipo de temores ha surgido, ¿podemos intuir que hoy por hoy se puede encontrar en una iglesia sermones que alientan el odio o la violencia a grupos sociales específicos? ¿Es razonable avalar o justificar este tipo de prácticas?
Aunque una iglesia o culto considere en su doctrina que la homosexualidad es un pecado o que las prostitutas son impuras o que los otros grupos religiosos están en el error y son despreciables, la sociedad no puede tolerar que esta convicción particular se traduzca en prácticas violentas o atentatorias de los derechos de un sector de la población.
Si eso se permite, deberíamos aceptar que en el futuro volviéramos a tener cementerios exclusivos para los ciudadanos de un credo religioso, o la instauración de "religiones de Estado", como conoció nuestro país hasta la promulgación de la Constitución de 1925.
Esta polémica obliga a recordar que en el Evangelio de Mateo, Jesús rompió con la vanidad discriminatoria de los fariseos al afirmar: "Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas se les han adelantado en el camino del Reino de Dios. Porque vino a ustedes Juan, predicó el camino de la justicia y no le creyeron: en cambio los publicanos y las prostitutas sí le creyeron".
Hoy parece ocurrir lo mismo. Quienes proclaman que no hay ya "ni judío ni griego, ni siervo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos somos uno" no son los líderes de las iglesias, sino los "despreciados y desechados entre los hombres". Ése es el escándalo del Evangelio.
Álvaro Ramis - Presidente de la Asociación Chilena de Organismos No Gubernamentales ACCIÓN AG.
Gentileza: Asamblea Constituyente.
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