Las transiciones a la democracia en Venezuela y Colombia, tras las dictaduras de Marcos Pérez Jiménez y Gustavo Rojas Pinilla, respectivamente, hacia fines de la década de 1950, concitaron la atención y la admiración no sólo de intelectuales y académicos, sino de políticos, gobiernos y organismos internacionales. Cuando la ola autoritaria se apoderó de la mayoría de los países de América del Sur, en la década de 1970 (Brasil, Perú, Chile, Uruguay, Argentina, entre otros), la atención y la admiración por Venezuela y Colombia crecieron aun más. Junto con Costa Rica, llegaron a ser los únicos países latinoamericanos que celebraban elecciones libres y democráticas hacia fines de la década de 1970.
¿A qué viene todo lo anterior? ¿Qué tiene que ver con lo que ocurre hoy en Chile? La verdad, mucho.
Para hacer la historia corta, y cuando se le mira en retrospectiva, pareciera ser que el talón de Aquiles de las democracias de Venezuela y Colombia, a la luz de sus devaneos posteriores, estuvo constituido por el carácter marcadamente elitista, oligárquico, duopólico y, a la postre, excluyente, de ambas democracias.
Liberales y conservadores, en Colombia, y adecos (social demócratas) y copeianos (democracia cristiana) en Venezuela, literalmente se repartieron el poder por los años y décadas venideros, produciendo una creciente alienación de ambos electorados (y pueblos) en relación al sistema político.
En el caso de Colombia, liberales y conservadores pactaron una norma de alternancia en el poder, en torno al “Frente Nacional”, que gobernó formalmente entre 1958 y 1974, pero, en los hechos, hasta 1986. En el extremo, aparecieron las FARC, el ELN y el M-19, en un contexto dado por la Guerra Fría y la revolución cubana, lo que contribuyó a dotar de una cierta “legitimidad” a la acción armada. En un sentido más institucional, la Constitución de 1991 ayudó a romper y pulverizar el duopolio de ambos partidos, cayendo en el extremo opuesto de la fragmentación partidaria. Colombia ha debido enfrentar el flagelo y la amenaza de la guerra interna, el narcotráfico, la guerrilla y el terrorismo en medio de crecientes problemas de gobernabilidad. Hoy por hoy la legitimidad de la democracia colombiana descansa en sus instituciones pero, sobre todo, en el liderazgo personal del Presidente Uribe.
En el caso de Venezuela, el duopolio excluyente, elitista y oligárquico de COPEI y adecos condujo, en el extremo, en la década de 1960, a la aparición del MAS (Movimiento al Socialismo) y la guerrilla. Tras la crisis del petróleo, en la década de 1970, el país se sumió en una fuerte crisis, en el centro de la cual estuvo la descomposición del sistema político, de sus élites e instituciones tradicionales, en medio de la corrupción y la protesta cívica (como el “Caracazo”, de 1989). Es en ese contexto que surge el liderazgo de Hugo Chávez, con fuertes inclinaciones autoritarias.
La respuesta, en ambos casos, ha sido fuertemente personalista, descansando en los liderazgos de Chávez y Uribe, en desmedro de las instituciones políticas. El primero ya ha conseguido la posibilidad de una re-elección indefinida, mientras que el segundo está pensando en ir a un tercer período presidencial.
No hay paralelos fáciles, pero el caso de Chile se encamina en una dirección muy compleja y preocupante de creciente desprestigio de sus élites e instituciones tradicionales, especialmente de los partidos y los parlamentarios, produciendo también una fuerte alienación política del electorado. La reciente y desafortunada introducción del voto voluntario no hará más que profundizarla. El sistema binominal no da para más. Tiende a congelar y empatar la política. Falta renovación en las élites dirigentes. Empiezan a surgir “outsiders” que no son tales pero que aparecen como tales, arremetiendo contra el sistema y su marcada tendencia elitista, oligárquica, duopólica y excluyente. Las bases de Chile son sólidas, especialmente en lo económico. La Presidenta Bachelet, su ministro Velasco y la política económica, especialmente frente a la crisis, cuentan con un sólido respaldo. Sin embargo, las fuerzas económicas no actúan en un vacío político e institucional. Es la hora de la reforma política, de la competencia electoral, de la circulación de las élites dirigentes, del cambio generacional, y de todo aquello que conduzca a enfrentar la crisis de representación que empieza a caracterizar al sistema político chileno.
Por Ignacio Walker.
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